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  • Foto del escritorAlvaro Díaz

Coronavirus: no solo la bandera negra de la muerte

Según una encuesta reciente el 1% de los encuestados no toma ninguna medida de prevención frente al coronavirus


Según una encuesta reciente de Cifra realizada a través de medios electrónicos, el 1% de los encuestados no toma ninguna medida de prevención frente al coronavirus. Si esto fuera así, 30.000 uruguayos estarían en condiciones de enfermar y a su vez de contagiar.


Para aquilatar la importancia de la falta de prevención introducimos esquemáticamente algunos números en un ejercicio teórico partiendo de parámetros epidémicos tomados de lo que ha sucedido en otros países: si solamente en el Uruguay enfermara ese 1 % y 2 personas del entorno a los que pudieran contagiar, en las próximas semanas contaríamos con 90.000 enfermos de los cuales 13.500 requerirían internación y de ellos cuales 450 precisarían CTI.


Si eso ocurriera en el curso de pocas semanas, el sistema asistencial estaría al borde del colapso.


Basta pensar en estos números para advertir la necesidad de extremar las medidas de prevención, fundamentalmente basadas en aislamiento social. No vamos a ver aquí los números alarmantes que marcan en el mundo la marcha inexorable de este enemigo invisible, sino reflexiones sobre los que nos toca vivir en estas circunstancias en donde el aislamiento es la clave de la resistencia.


El coronavirus impactó en nuestra sociedad no solamente en el ámbito de la salud amenazando con la bandera negra de la muerte, y provocando un desastre económico al que se le comienza a ver la pata de una sota de enormes proporciones, sino que también trastocó por el momento su escala de valores. En el transcurrir de estos días en el que se pierde la noción de las fechas, hay un inconsciente colectivo con un nuevo norte, una nueva forma de ver, de sentir, de valorar.


La sociedad, aunque quizás solo transitoriamente, se ha despojado de superficialidad para entrar en los tuétanos de la existencia humana. Se ha desnudado mostrando la fragilidad de su estructura, exponiendo la intimidad y la importancia de los hogares, de los núcleos clandestinos de la vida.


El aislamiento provocó consecuencias impensadas que se suman a la incertidumbre a propósito del mañana. La salud mental corre riesgos, sí, y no es raro que muchos caigan en la depresión. Pero también es importante ver que hace mucho que no pensamos en nosotros mismos en soledad, lo que también da una dimensión distinta a nuestra existencia: más humana, más verdadera, más auténtica.


A nadie le importa ahora si el vecino tiene un Ferrari rojo reluciente esperándolo en la puerta ni como es el vestido a la moda, sino en qué lugar se consigue alcohol gel, guantes y tapabocas, qué, cómo y cuántos alimentos debe comprar para evitar salir de la casa. El acto de mostrarse para intentar ser lo que no se es, quedó pedaleando en el vacío. El líquido de la modernidad líquida quedó enclaustrado en las celdas en las que se convirtieron los hogares. Se detuvo el movimiento incesante al mismo tiempo que se despertaron los sentidos para redescubrir el paisaje celeste, pájaros y silencios. Las habitaciones son lugares turísticos y los balcones travesías interoceánicas.


La sociedad del hiperconsumo se detuvo; desapareció la zanahoria oscilante delante del burro que tan preocupado lo tenía. Ahora la preocupación consiste en la comida de verdad en un entorno desolado. Hace mucho que no miraba a su alrededor y se pregunta: ¿dónde estoy?


Se descubre una nueva dimensión ante nosotros ante la cual quedamos perplejos. Descubrimos que necesitamos a los demás, incluso a los que no conocemos y con los cuales muchas veces nos habíamos cruzado sin siquiera saludarnos y se oye el canto y la música desde los balcones, los aplausos; se escucha a la distancia de las pantallas fluorescentes la presencia de los demás y surge una extraña sensación de un “nosotros”, quizás solo presente en las festividades del cambio de año o en la navidad. Una extraña extrañeza recorre el planeta.


La clave de la subsistencia radica ahora en pensar y actuar según las leyes de la solidaridad que indican que la prioridad es el “nosotros” dejando de lado al yo. Se despierta la imaginación y la creatividad como nunca antes, para reinventar el mundo que ya no será igual, pero será de todas maneras. Estas frases parecen grandilocuentes, exageradas, melosas, pero son cruda realidad. Desde el aislamiento necesitamos reinventar el mañana y ponemos a disposición inteligencia e imaginación, sabiendo que en esto no estamos solos; estamos todos.


Las “redes” se transformaron en un refugio en la medida que los mensajes provocan con frecuencia la risa. Emergió por doquier el teletrabajo y el teleaprendizaje. Los consumidores solicitan los productos desde sus casas. El mundo se hiperdigitaliza. Se modifica la forma de negociar con mayor transparencia y veracidad (aunque con recelo las agencias de publicidad que proponen sus productos anteponiendo las necesidades del conjunto). Las marcas pierden prestigio en la medida del cambio de los valores dejando de lado aprovecharse del narcisismo para vender en pro de la solidaridad y la cooperación, con lo que se pierde mucha de la superficialidad que rodea al comercio y se toma más conciencia de la necesidad de proteger al planeta y a la humanidad, y sobre todo se revaloran las relaciones afectivas y familiares.


Ojalá que estos cambios persistieran; probablemente cuando esta catástrofe quede atrás, se retome el mundo del gran consumo y la solidaridad se esfumará dejando solo un rastro casi imperceptible.


Pero esta epidemia dejará una marca en la conciencia de muchos que dice “necesito a los demás; sin ellos no soy nada”.


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